Hay motivos para sentirse contento.
Asumir esas pequeñas responsabilidades dentro de la iglesia del pueblo puede
parecer “peccata minuta”, pero para un niño que va acumulando las primeras
experiencias de la vida, provoca una sensación de grandeza. Ser monaguillo
añade una motivación para estar activo a lo largo del día. La mayor parte de ellos
ha de ir a tocar las campanas y ayudar a misa. Tareas que realiza tras la de llevar las cabras al corral comunal,
punto de partida desde donde el cabrero las recoger para trasladarlas al campo
a alimentarse de yerbas y del matorral en general. De este modo, Celemín ya
está dinámico a primeras horas de la mañana. Con un impulso que seguramente le
beneficia a la hora de afrontar las tareas de la escuela, actividad con la que
sigue la mañana.
Aun disfrutando de la actividad de
monaguillo, se mueve en ese ambiente con no pocas precauciones. El mismo hecho
de manejar el apagavelas con soltura le provoca cierta incertidumbre. Algunas
candelas que debe apagar quedan demasiado altas para su estatura y teme que al
ponerse de puntillas se desequilibre y, más que apagarlas, las termine
derribando sobre suelo. No domina todavía el arte de tocar la campana, en
varias ocasiones le han amonestado por no ser lo suficientemente preciso en la
cadencia de los intervalos del toque, o por prolongar demasiado el repiqueteo,
o quedarse demasiado corto. Es una gaita, también, el aprender los momentos y
situaciones en los que hay que hacer genuflexiones. Cada altar y altarcito
lleva asociado una regla. Cada momento de la misa, una postura corporal, que
trata de adoptar no sin vacilaciones. Tocar la esquila en el momento de la
Consagración precisa de una exquisita maniobra de ejecución y no siempre la ejecuta
con solvencia. ¿Y qué decir del aprendizaje y dominio de los textos litúrgicos de
la misa en latín? No es complicado aprender muchos de extensión corta, como la respuesta
del saludo inicial: (“Dominus vobiscum”), “Et cum spiritu tuo”, y otras
respuestas similares a la intervención del oficiante. Pero los textos largos,
como el siguiente, que también está en los comienzos de la celebración,
requieren una capacidad de retención y concentración que a duras penas logra:
Confíteor Deo omnipoténti, et vobis, fratres:
quia peccávi nimis cogitatióne,
verbo, ópere et omissióne.
Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa.
Ídeo precor beatam Maríam semper Vírginem,
omnes Ángelos et Sanctos, et vos, fratres,
oráre pro me ad Dóminum Deum nostrum.
No pasaría nada con los pequeños
errores, que es consciente de cometer, si solo fueran los feligreses los que
presenciaran sus movimientos y actividad de monaguillo. Nota que la mayaría
está centrado en lo suyo, en sus rezos, sus cumplimientos y las diferentes
vivencias que centralizan sus precauciones. Seguro que para ellos esas menudencias
pasan desapercibidas. Pero hay vigilantes que analizan todo lo que hace y eso
sí que le quita el sosiego.
El párroco le infunde bastante
respeto. No acaba de cogerle el punto porque en ocasiones lo percibe como un
hombre bueno y condescendiente, y en otras, sin embargo, como un pope demasiado
encorajinado que hace tambalear con su mirada fría y autoritaria. Hasta en
ocasiones, sin mucho venir a cuento, recibe de él algún pescozón. Como también
le suscita cierto rechazo el ama de llaves del señor cura. Siempre le regaña
por todo. Es como si asumiera el rol de “la vigilante-guardiana del universo
parroquial” que, con la espada desenvainada, va fustigando a todo el mundo, sin
dejar títere con cabeza.