Día del patrono. A Celemín la madre lo engalana con los mejores atuendos. Y con su ropa de fiesta, llega a la Iglesia para repicar las campanas. Hoy toca también voltearlas, como corresponde al día más festivo del pueblo. Aunque para ello tendrá que subir el sacristán, voltear la campana grande es excesivo para los niños. Se tendrá que conformar con repicar el bronce con la más pequeña, mientras que el sacristán voltea la mayor.
Por toda la Plaza Mayor el efluvio se esparce como lengüetas
que cosquillean la nariz de los que se van acercando. Es el olor del tomillo que se ha esparcido por
el atrio de la iglesia y que, cuando se traspasa la entrada, se mezcla con el
incienso ya preparándose en la sacristía. El templo también está engalanado
para la celebración de la misa. Las imágenes de las vírgenes y los santos ataviadas con ropajes pomposos. En el centro,
San Sebastián en sus andas, adornado con guirnaldas y flores, preside la
celebración. Todo resplandece con una iluminación intensa, con multitudes de
velas incrustadas en hermosos candelabros de plata. Y, de lo alto de la bóveda central, cuelga la
araña magistral, abarrotada de luces que expanden su iluminación como si se
tratara de las ampulosas naves de Versalles.
La feligresía celebra con pompa la efeméride
acompañando los sucesivos momentos de la ceremonia. Siguiendo en comitiva al
santo, en la procesión, fuera de la Iglesia. En ella cantan las canciones de la
liturgia y la dedicada con solemnidad a San Sebastián, implorando, con
ferviente devoción, que el patrono libre de la peste a quienes se encomiendan a
su intercesión. También bailan al son que marca el tamborilero que hace resonar
el tamboril y soplar la dulzaina. Y, aunque los más asustadizos se alejan de la
explosión, todos se regocijan, cuando se lanzan lo cohetes al viento y resuenan
en las alturas como estruendos gloriosos. Volverán a la Iglesia para concluir
la celebración yendo a besar la reliquia del patrón.
Y tras la ceremonia, hay convite de los mayordomos. Se
visitan las tabernas de la localidad con espíritu de fiesta y armoniosas
conversaciones. El pueblo se regocija en una confraternización que eleva los
corazones. Los hay que van envueltos en las capas típicas charras, orgullosos
de lucirla con sublime prestancia. Y, la mayoría, luciendo las ropas de
fiestas, van y vienen por las calles del pueblo con la sonrisa en sus rostros y
el espíritu sobrecogido por el gozo de la efeméride.
Y ya al final, a dos de los monaguillos le toca pasear
las reliquias del santo por el vecindario, yendo casa por casa de los enfermos.
Uno de ellos es Celemín, el otro, un amigo que, antes de terminar el recorrido,
tiene que abandonar a causa de un percance. Se queda solo el Monago del Yeltes
para visitar a una de las enfermas que le produce un cierto recelo porque vive
enclaustrada en el desván de su casa. Va con la reliquia entre sus manos
subiendo con parsimonia los peldaños de acceso al sobrado y, al divisar a la
enferma en su lecho, los ojos se le nublan, los oídos le repercuten un sonido
estridente que lo aturden y hace que ruede por los suelos inconsciente. Cuando
vuelve en sí, el rostro del párroco es la primera imagen que se le hace
presente. También su voz amonestándole:
¾¡La reliquia estaba por los suelos!¾le regaña, esgrimiendo el dedo
índice en señal de amenaza¾. Las cosas sagradas…, hay que
defenderlas por encima de cualquier adversidad.
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