El gran misal litúrgico se exhibe majestuoso sobre el atril, abierto como Tablas de la Ley en el regazo de Moisés al descender del Mote Sinaí.
¾Me va a machacar ¾murmura el monago Celemín para sí, observándolo desde su posición de colosal inferioridad.
Es el misal que tiene que cambiar desde el atril al altar, en una de las diversas acciones que tiene que emprender como ayudante de misa. Le parece descomunal. Y mira y remira a un lado y al otro del altar, y por todo el espacio del presbiterio, como tratando de pedir ayuda, divina o humana, para superar el trance que se le está viniendo encima.
¾¿Dónde anda mi ángel de la guarda?¾vuelve a murmurar entre dientes.
A duras penas, logra llegar al soporte donde se encuentra el mamotreto, empinándose sobre un pequeño escalón móvil que le han puesto para alcanzar su altura. Y cuando al final lo consigue, lo echa sobre él, en una carga, a todas luces, desproporcionada. A punto está de derribar por los suelos en el movimiento de descenso. Siente el peso sobre sus brazos, como un fardo de hierro que lo estuviera hundiendo. Y ya, en el piso firme, va renqueando, con la parsimonia de quien está sometido a un aplastamiento. Para alcanzar los bordes del altar en el momento que el sacristán, por fin, viene a echarle una mano.
Está abrumado Celemín con la puesta en escena de aquel ceremonial. Lo agobian las vestiduras que le han implantado. La túnica es tan larga que, aun bien ceñido el cíngulo para aminorar su holgura, le sobrepasa por debajo de los pies, se le enreda entre las piernas, y, cuando va y viene (sobre todo, al subir y bajar la escalera del presbiterio), le hace tambalearse y realizar genuflexiones indebidas. Todo fuera de control.
Pero, por encima de los trances, Celemín se siente orgulloso de iniciarse en esta tarea. Como si de repente se hubiera convertido en un niño adulto. Observa sus vestimentas con cara de satisfacción. El roquete le da gran prestancia. Aunque, está tan blanco y reluciente, que teme que cualquier percance pueda malograr su esplendor. Por eso, cada vez que se acerca a los cirios y velas que proliferan por todos los lugares, tiene la sensación de que se le va a venir encima toda la cera y llenar de manchas su impoluto tejido. Por eso, cuando concluye la ceremonia, y tiene que apagarlo todo, coge el apagavelas, lo sujeta por la punta más extrema y lo mantiene separado de su cuerpo, como si se tratara de una vara para zarandear las encinas y hacer caer las bellotas. Se estira sobre los pies, y mantiene la prudente distancia del pábilo de las velas, para no ser salpicado de la cera que desborda de las candelas. Lo mismo que hace cuando acompaña a su padre a recoger bellotas: varear a distancia, para que el fruto no le caiga encima de su cabeza.
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