viernes, 11 de junio de 2021

6.- El pizarrín.

 


De todos los utensilios escolares que fueron cayendo en sus manos, no había otro sobre el que estuviera ligado más afectivamente que el pizarrín. Era la proyección de las yemas de sus dedos. El puente que ligaba su sensibilidad con la tablilla (la pizarra) sobre la que expresaba la energía contenida en su interior. Su primera manipulación no estuvo sujeta, como para otros niños del pueblo, a los quehaceres de la escuela de párvulos. Celemín no había participado en esa referencia educativa en la que se daban las primeras instrucciones de aprendizaje y urbanidad. Su maestra de párvulos había sido su madre, que se desdoblaba cuando tenía entre sus manos la tarea de fregar la loza. Por una parte, limpiaba los platos y utensilios de cocina, por la otra, enseñaba la lectura, escritura y el catecismo; daba instrucciones y repasaba con Celemín dichos aprendizajes. De ese modo, había recalado en la escuela con el dominio suficiente en lectura y las cuentas básicas. Hacer frente a las enseñanzas del maestro, con esa base tan sólida, le estaba posibilitando ser un escolar competente. Porque aprendía con rapidez las disciplinas que constituían el meollo de la enseñanza en la escuela unitaria: la aritmética y la lectura. Todas las demás materias eran ramilletes de adorno. Se impartían Historia Sagrada, Historia de España, Ciencias de la Naturaleza, Geografía, etc. (venían recogidas en su conjunto en la célebre Enciclopedia); pero no requerían otra cosa que estar atento a las explicaciones del maestro. Sobre esos contenidos no solían preguntarte. Donde se jugaba el cobre Celemín era con las cuentas: sumar, restar, multiplicar, dividir, raíces cuadradas y hasta raíces cúbicas. Y con los problemas de matemáticas, de una complejidad progresiva, pero que consiguió dominar de modo ostensible, armado con su principal aliado: el pizarrín. No había regla de tres, ni simple ni compuesta que se le resistiera. Ni quebrados que le dieran quebraderos de cabeza. Muy pronto, el maestro lo sentó en la mesa de chicos mayores que también eran eficientes en esta disciplina. Y, como era preceptivo para que el saber se trasmitiera de unos a otros como vasos comunicantes, había momentos de la jornada escolar que tenía que encargarse de acompañar y enseñar a compañeros más pequeños o menos aventajados.

Para Celemín esta autoridad sobrevenida no le reportaba satisfacción, más bien, lo incomodaba. Sobre todo cuando el maestro ponía en sus manos una vara de fresno, como instrumento corrector a emplear en la ocasión que alguno del grupo se desmadrara. Era incómodo tener que dar un zurriagazo a cualquiera que se mostrara rebelde. Trataba de evitarlo. Mas, en una ocasión, perdió los estribos, y propinó un azote en las posaderas de uno de sus amigos que además compartía con él la tarea de monaguillo. El incidente derivó en un conflicto entre ellos que lo mantuvo por mucho tiempo desasosegado y deseando no tener entre sus manos otro utensilio escolar que no fuera el pizarrín.


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