De todos los utensilios escolares que fueron cayendo
en sus manos, no había otro sobre el que estuviera ligado más afectivamente que
el pizarrín. Era la proyección de las yemas de sus dedos. El puente que ligaba
su sensibilidad con la tablilla (la pizarra) sobre la que expresaba la energía
contenida en su interior. Su primera manipulación no estuvo sujeta, como para
otros niños del pueblo, a los quehaceres de la escuela de párvulos. Celemín no
había participado en esa referencia educativa en la que se daban las primeras
instrucciones de aprendizaje y urbanidad. Su maestra de párvulos había sido su
madre, que se desdoblaba cuando tenía entre sus manos la tarea de fregar la
loza. Por una parte, limpiaba los platos y utensilios de cocina, por la otra,
enseñaba la lectura, escritura y el catecismo; daba instrucciones y repasaba
con Celemín dichos aprendizajes. De ese modo, había recalado en la escuela con
el dominio suficiente en lectura y las cuentas básicas. Hacer frente a las
enseñanzas del maestro, con esa base tan sólida, le estaba posibilitando ser un
escolar competente. Porque aprendía con rapidez las disciplinas que constituían
el meollo de la enseñanza en la escuela unitaria: la aritmética y la lectura.
Todas las demás materias eran ramilletes de adorno. Se impartían Historia
Sagrada, Historia de España, Ciencias de la Naturaleza, Geografía, etc. (venían
recogidas en su conjunto en la célebre Enciclopedia); pero no requerían otra
cosa que estar atento a las explicaciones del maestro. Sobre esos contenidos no
solían preguntarte. Donde se jugaba el cobre Celemín era con las cuentas:
sumar, restar, multiplicar, dividir, raíces cuadradas y hasta raíces cúbicas. Y
con los problemas de matemáticas, de una complejidad progresiva, pero que
consiguió dominar de modo ostensible, armado con su principal aliado: el
pizarrín. No había regla de tres, ni simple ni compuesta que se le resistiera.
Ni quebrados que le dieran quebraderos de cabeza. Muy pronto, el maestro lo
sentó en la mesa de chicos mayores que también eran eficientes en esta
disciplina. Y, como era preceptivo para que el saber se trasmitiera de unos a
otros como vasos comunicantes, había momentos de la jornada escolar que tenía
que encargarse de acompañar y enseñar a compañeros más pequeños o menos
aventajados.
Para Celemín esta autoridad sobrevenida no le
reportaba satisfacción, más bien, lo incomodaba. Sobre todo cuando el maestro
ponía en sus manos una vara de fresno, como instrumento corrector a emplear en
la ocasión que alguno del grupo se desmadrara. Era incómodo tener que dar un
zurriagazo a cualquiera que se mostrara rebelde. Trataba de evitarlo. Mas, en
una ocasión, perdió los estribos, y propinó un azote en las posaderas de uno de
sus amigos que además compartía con él la tarea de monaguillo. El incidente
derivó en un conflicto entre ellos que lo mantuvo por mucho tiempo desasosegado
y deseando no tener entre sus manos otro utensilio escolar que no fuera el
pizarrín.
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