jueves, 17 de junio de 2021

7.- Sentimientos de monago

 


Hay motivos para sentirse contento. Asumir esas pequeñas responsabilidades dentro de la iglesia del pueblo puede parecer “peccata minuta”, pero para un niño que va acumulando las primeras experiencias de la vida, provoca una sensación de grandeza. Ser monaguillo añade una motivación para estar activo a lo largo del día. La mayor parte de ellos ha de ir a tocar las campanas y ayudar a misa. Tareas que realiza tras  la de llevar las cabras al corral comunal, punto de partida desde donde el cabrero las recoger para trasladarlas al campo a alimentarse de yerbas y del matorral en general. De este modo, Celemín ya está dinámico a primeras horas de la mañana. Con un impulso que seguramente le beneficia a la hora de afrontar las tareas de la escuela, actividad con la que sigue la mañana.

Aun disfrutando de la actividad de monaguillo, se mueve en ese ambiente con no pocas precauciones. El mismo hecho de manejar el apagavelas con soltura le provoca cierta incertidumbre. Algunas candelas que debe apagar quedan demasiado altas para su estatura y teme que al ponerse de puntillas se desequilibre y, más que apagarlas, las termine derribando sobre suelo. No domina todavía el arte de tocar la campana, en varias ocasiones le han amonestado por no ser lo suficientemente preciso en la cadencia de los intervalos del toque, o por prolongar demasiado el repiqueteo, o quedarse demasiado corto. Es una gaita, también, el aprender los momentos y situaciones en los que hay que hacer genuflexiones. Cada altar y altarcito lleva asociado una regla. Cada momento de la misa, una postura corporal, que trata de adoptar no sin vacilaciones. Tocar la esquila en el momento de la Consagración precisa de una exquisita maniobra de ejecución y no siempre la ejecuta con solvencia. ¿Y qué decir del aprendizaje y dominio de los textos litúrgicos de la misa en latín? No es complicado aprender muchos de extensión corta, como la respuesta del saludo inicial: (“Dominus vobiscum”), “Et cum spiritu tuo”, y otras respuestas similares a la intervención del oficiante. Pero los textos largos, como el siguiente, que también está en los comienzos de la celebración, requieren una capacidad de retención y concentración que a duras penas logra:

Confíteor Deo omnipoténti, et vobis, fratres:
quia peccávi nimis cogitatióne,
verbo, ópere et omissióne.
Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa.
Ídeo precor beatam Maríam semper Vírginem,
omnes Ángelos et Sanctos, et vos, fratres,
oráre pro me ad Dóminum Deum nostrum.

No pasaría nada con los pequeños errores, que es consciente de cometer, si solo fueran los feligreses los que presenciaran sus movimientos y actividad de monaguillo. Nota que la mayaría está centrado en lo suyo, en sus rezos, sus cumplimientos y las diferentes vivencias que centralizan sus precauciones. Seguro que para ellos esas menudencias pasan desapercibidas. Pero hay vigilantes que analizan todo lo que hace y eso sí que le quita el sosiego.

El párroco le infunde bastante respeto. No acaba de cogerle el punto porque en ocasiones lo percibe como un hombre bueno y condescendiente, y en otras, sin embargo, como un pope demasiado encorajinado que hace tambalear con su mirada fría y autoritaria. Hasta en ocasiones, sin mucho venir a cuento, recibe de él algún pescozón. Como también le suscita cierto rechazo el ama de llaves del señor cura. Siempre le regaña por todo. Es como si asumiera el rol de “la vigilante-guardiana del universo parroquial” que, con la espada desenvainada, va fustigando a todo el mundo, sin dejar títere con cabeza.

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